Últimamente me encuentro una y otra vez con la misma conversación: el duelo por las amistades rotas. Rotas o desvencijadas, desgastadas, ¡en fuga! La misma herida concatenándose en un tumulto de bocas que expresan eso sin nombre, ese hueco. Aquí había un mundo, dicen, ¿y ahora? Ahora queda un borrón, la sombra de la persona que ya no-es con respecto a nosotras, esa que se atreve a existir a mayor distancia, sin otra censura que la de lo que, en su día, manipulamos en conjunto. Se disuelven los códigos privados, los manierismos, las brusquedades, los apodos, los hábitos, las risas absurdas, el bar favorito al que regresar todas las semanas, los rencores cotidianos a los que se resta importancia, las llamadas de auxilio y las celebraciones que parecían renovarse a sí mismas. ¿A dónde se marcha todo aquello?
En el modo aleatorio de Spotify, en este mismo momento, suena una canción que no había escuchado nunca. Se llama Blurry Mess. ¿Casualidad? ¿Existe la casualidad en el encuentro o en cualquiera de las primeras veces? ¿Y en la ruptura? ¿Es todo un vaivén de causa-efecto? ¿Puede el determinismo ayudarnos a sobrellevar el duelo? ¿Toda explicación es instrumental? Si cada pregunta genera, como mínimo, una pregunta nueva, ¿todo diálogo se basa en las preguntas que reprimimos? Si formulásemos una cadena eterna de interrogantes, ¿encontraríamos alguna solución?
Recuerdo mi primera ruptura con una amiga. Tenía once años y aquella niña era la estrella central de mi sistema planetario. Nos conocimos a los seis en el patio del recreo y no nos habíamos separado desde entonces. Íbamos a la misma clase, compartíamos pupitre. Ella pasaba varias tardes a la semana en mi casa y yo en la suya. Teníamos vestidos y pijamas a juego, mi madre la invitaba siempre a las vacaciones familiares y, por supuesto, habíamos inventado varios idiomas y alfabetos secretos a lo largo de los años.
Teníamos una caja, que habíamos decorado con recortes de revistas pop de la época y a la que le habíamos abierto una ranura, en la que introducíamos lo que considerábamos nuestros grandes secretos, nuestros momentos extraordinarios, nuestros enamoramientos, decepciones, sueños y delirios. Solo nosotras teníamos permiso para abrir aquella caja y leer las notas. Creíamos con fervor en este enunciado y escondíamos la caja bajo mi cama, seguras de que nadie la encontraría jamás. Una vez a la semana nos sentábamos en el suelo de mi habitación para leer en voz alta las nuevas incorporaciones (previa comprobación de que no hubiera espías, es decir, madres o hermanos, al otro lado de la puerta). Desconozco cuánto duró esta costumbre. En mi memoria, fue un ritual largo, que construía a su alrededor una performatividad que, después, me ha acompañado: debía tener algo que contar, algo a la altura de la amistad que nos profesábamos. ¡Era una obligación moral! Hasta qué punto la ofrenda influyó en la materia prima, es algo que no sabría precisar. Que provoqué sucesos a los que no me hubiera atrevido si no hubiera estado al acecho del relato, de eso estoy segura.
A los once años, como decía, aquella niña y yo rompimos. No fue una ruptura limpia. No suele serlo en estos casos. Más bien fue una torcedura, un esquince que insistió en la torsión hasta llegar al crujido final. Ella encontró una nueva amiga, una sustituta, de mi punto de vista, del papel que había ocupado yo hasta entonces. Yo me quedé en un limbo extraño, por un lado, pero tremendamente fértil, por otro. Empecé a relacionarme fuera del núcleo de acero que habíamos erigido juntas. Conocí otras formas de hacer, de decir. Algunas de las amistades que se gestaron en los años venideros perduran a día de hoy y, en ciertos casos, incluso ocupan un espacio importantísimo en mi vida.
El tema es que recuerdo el aturdimiento, la sensación de llanura, de horizonte ralo, de nada. ¿Cómo que de nada?, me diría cualquier interlocutor adulto y desafectado. No existe la nada. Si no has sentido nunca ese vacío, querido ente lector al otro lado de la pantalla, todo lo que pueda transmitirte al respecto apenas será metáfora, artefacto. Solo puedo explicar que a aquella primera desaparición del mundo conocido le siguieron muchas otras. Cada vez, las ataduras que regían lo bueno, lo estable y lo existente se aflojaban y dejaban caer las verdades hasta un desagüe monstruoso, del que lo único que emergía era el miedo. Miedo a la soledad, sobre todo, pero también a los errores propios, a la ceguera, tanto activa como potencial, sobre estos, al desprecio del afuera, a la torpeza mutua, a los destinos irremediables de quien quiere mucho y quiere mal o así se lo hacen saber.
Por suerte, con los años, aquellas rupturas dejaron de sucederse en solitario. El tejido amistoso creció y, aunque siempre mantuvo un poso matrimonial (o, depende de con quién, de amantes secretos) en sus dinámicas, la subyugación de la monogamia inconsciente dio paso a algo mucho más amplio, múltiple en sus formas y frecuencias, que palió las decepciones con otros hallazgos. No hablo de una lógica mercantil de reemplazo, sino de una cuestión arbórea: si hay dos árboles solos en un monte, es más fácil que el viento o las tormentas o incluso los animales los destrocen que si sus raíces se encuentran entrelazadas en un bosque. La despótica provocación romántica de nosotros solos contra el mundo pierde enseguida su fuelle.
No tengo nada claro si se trata de un problema social o generacional o cósmico o ficticio o tan básico como son los tropiezos en los caminos. Lo más probable es que se trate de una mezcla de todo lo anterior. Pero la realidad es que, al menos en mi entorno, en este momento (este momento = los años que rodean a los treinta) no dejo de oír hablar sobre el dolor sordo, con sus picos agudísimos, que deja tras de sí una amistad que se deshace. Ninguna ruptura de pareja me ha mellado nunca así, quizá porque se preconceptualiza la posibilidad de su fin, mientras que en la amistad continúa existiendo un halo mítico, casi divino, de eternidad. Una relación sin tiempo es casi un embrujo y ya nos advirtieron las historias populares: la magia es inestable.
Ahora me pregunto qué hacemos con la fosa común que estamos forjando, en la que alguien cae y, simultáneamente, es recogido por otro. Las tumbas se superponen con los alumbramientos, y tanto en el epitafio como en la partida de nacimiento figuran los mismos nombres, una y otra vez, en diferentes combinaciones: Luis y Ana (2016-2024), Ana y Pepe (octubre de 2024), Pepe y Marisa (2013-2025), Luis y Marisa (agosto de 2025). Y así sucesivamente. Recaemos en brazos que acaban de ser despojados de otra persona y acunamos los restos y permitimos que nos consuelen. Estos días nos encontramos en una fiesta fúnebre inmensa, en la que todo el mundo echa de menos a alguien con auténtica ferocidad, donde todo el mundo quiere que algo permanezca y, al mismo tiempo, nadie sabe muy bien cómo hacerlo.
Vivimos deprisa, sí, pero, yendo un paso más allá, me atrevería a aseverar: vivimos en huida. Llegando siempre tarde a algún lugar abstracto. Y compartimos, ante todo, la partida. La sensación de exilio de la que no se puede retratar la nostalgia con líneas concretas. Es esta una fuga difusa, enmarañada. Dónde acabaremos cada una de nosotras cuando los encuentros y desencuentros terminen de proliferar, no lo sé. ¿Es un proceso que acaba, en algún punto? No he venido a afirmar nada. Sí, ya lo sé: la nada no existe.
Pero, cuando miramos atrás, ya ni siquiera queda la sombra de quien se fue sin despedirse o de quienes no nos despedimos. Queda, si acaso, un destello. Fotografías que no se han perdido en la marabunta digital, incluso el número de teléfono aún guardado en la agenda: al entrar en WhatsApp comprobamos que la imagen de perfil no corresponde. Esa persona ha cambiado de número, claro, ¿qué esperábamos? Miramos a lo lejos como quien mira el cielo. Un chispazo tras otro, como el que suelta un cortocircuito cuando algún cable no está bien conectado. ¿Será esta una memoria compuesta por glitchs? Si prestamos atención, podríamos inventar constelaciones con sus brillos. Edificar una lógica del abandono, sedimentar las pérdidas, darles símbolos y significados. Mercurio retrógrado, dirán algunos. Mala suerte, dirán otros. La vida, la mayoría.
Miro a mi alrededor e imagino cómo serán las caras de las personas que me rodean dentro de diez, veinte, treinta años. Ojalá tener la opción de lo tangible. En este torbellino en el que tan a menudo nos abrazamos y lloramos y lanzamos confeti, ¿no sería hermoso tener una caja de cartón con una ranura en su centro para nuestros grandes secretos, nuestros momentos más extraordinarios, nuestros enamoramientos, decepciones, sueños y delirios?
Acabo de descubrirte y me encanta cómo escribes.
Hermosa exploración de la pérdida de una amistad. Es un tema sobre el que también pienso mucho últimamente: las amigas que se marchitan y las amigas que no florecen. Las primeras pesan por lo que fue y las segundas por lo que nunca será.
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